Apenas amanecía, el nacimiento del nuevo día pareció dar fuerzas a Lucero, los débiles rayos dorados de un sol ascendente arrancaban bellos destellos a sus crines. El cansino trote había terminado. Ahora nos liberábamos en un galope salvaje, quizá demasiado veloz. La suave y deliciosa brisa de la mañana me azotaba el rostro, revolvía mis cabellos, despeinaba las copas de los árboles que se volvían borrosos a nuestro paso. Pronto el clima comenzó a cambiar, a transformarse. El cielo se cubrió de espesas nubes negras, tapando el sol. El viento comenzó a soplar, violento. Y el galope de Lucero se hizo más violento también, más desenfrenado. No había sensación que igualara esa libertad. Un relincho atravesó el aire y el sonido de cascos se mezcló con el de las gotas de lluvia.
La tormenta apenas comenzaba.
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