Ella venía del norte. Él venía del sur.
Ella venía callada, agobiada por el peso de sus pensamientos, torturada por una mente incallable. Él venía pensando en nada, silbando bajo.
Ella miraba el cielo y las copas de los árboles intentando despejar su cabeza, en vano. Él miraba el piso, concentrado en cada grieta.
Ella lloraba en silencio, ya no podía contener las lágrimas. Él sonreía con disimulo, ¿qué podía preocuparle?
Ella caminaba lentamente, sin saber con exactitud hacia dónde iba. Él llevaba un paso más bien rápido, deseaba llegar pronto a su destino.
Ella caminaba por placer, sólo para intentar olvidar sus penas; nada mejor para distraerse que caminar en una tormenta. Él quería usar el auto pero lo tenía su hermana.
Entonces comenzó a llover.
Ella se detuvo un momento y respiró profundo, el agua corriendo por su cuerpo daba la sensación de limpiarlo todo, además así no tenía que ocultar su rostro para que no vieran sus lágrimas. Él comenzó a correr, ¿no podía la lluvia haber esperado unos diez minutos más?
Ambos se detuvieron bajo el pequeño techo circular que había en el centro de la plaza a esperar que parara un poco la tormenta.
Ella no lo vio. Él no le podía sacar los ojos de encima.
Un rayo hizo titilar la escena.
Ella no pudo evitar recordar el pasado inmediato y rompió a llorar. Él la abrazó y secó sus lágrimas.
Ella se dejó llevar y lo besó. Él ya se lo esperaba y la imitó.
La lluvia se detuvo pronto.
Él continuó su camino hacia el norte. Ella regresó a su paseo hacia el sur.
Él la olvidó en cuanto dobló la esquina. Ella le hizo un lugar en su mente.
Él llegó a destino diez minutos después. A ella la encontraron en un callejón al día siguiente.
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