martes, 21 de agosto de 2012

Génesis

Al fin y al cabo, la verdadera historia de la creación no es tan distinta del Génesis. Sí, el Génesis, el comienzo del Antiguo Testamento en el que tanto creen los católicos.
Y es que al principio, cuando no existía nada (y como no existía nada tampoco había tiempo, ni siquiera vacío, porque no había nada), no había nada excepto un ser, una fuerza, el Eterno, y era eterno porque había existido siempre, era el jamás creado. Y el Eterno también era el único, y todo el que es único se siente muy solo. Por eso es que, en algún momento del tiempo sin tiempo, el Eterno decidió transformarse en creador. De su voluntad nació la luz, y esa luz era el Sol, quien se convirtió en su compañero de soledades. El Creador lo hizo a su imagen y semejanza, le dio todo lo que él tenía, excepto una cosa: la eternidad. El Sol era un dios, era inmortal, pero no era eterno, y hay cosas que sólo la eternidad puede darte.
La cuestión es que juntos decidieron crear un universo en el que existir, un universo que pudiera admirar su existencia, porque todos necesitamos una razón de ser, incluso los todopoderosos. Fue así que nacieron primero las estrellas, completamente hechas de luz, inigualablemente hermosas, pero ellas eran demasiado altivas, demasiado poderosas, demasiado longevas para admirar a dos simples dioses en papel de creadores de vida.
Entonces, ellos imaginaron una vida más frágil, pero para crear una vida tan delicada debía haber un medio en el que existiera. Así comenzaron los intentos de crear planetas, que fueron varios, debo decir. El primero en nacer fue Mercurio: una esfera de roca con un corazón de fuego que debía mantenerlo con vida, porque sólo de la vida puede nacer más vida. Pero resultó que su corazón era demasiado grande y la cubierta de roca no pudo soportarlo. El siguiente planeta fue Plutón, pero su corazón era demasiado pequeño y la roca se congeló.
Con Venus las cosas fueron diferentes: el corazón tenía el tamaño justo y los creadores se sintieron realizados. Sin embargo, hubo otro error garrafal: para hacer crecer a los primeros habitantes de ese planeta, necesitaban darles un elixir que los mantuviera vivos (porque estos seres no podían ser inmortales, debían necesitar un sustento que limitara su existencia). Así surgió la idea de las nubes, nubes que lloverían agua, agua que sería el elixir de la vida. Pero las nubes de Venus no fueron de agua sino de ácido, y eran nubes que jamás abandonaban el cielo. Y Venus murió como sus hermanos; si sabes mirar, aún puedes ver su cadáver alumbrando nuestras noches.
Fue Marte el primero en dar vida, todo parecía haber salido bien con él. Esta vez, los dioses no se habían arriesgado con las nubes sino que habían puesto el agua directamente sobre la tierra. Y nacieron árboles, flores y frutos; aves, mamíferos y reptiles; y también nació el hombre. Marte era casi igual a la Tierra que nosotros conocemos, pero imagina un planeta en el que siempre brilla el sol. Y sucedió lo que tenía que suceder: el agua de Marte se agotó, como todo lo que no tiene un ciclo redondo, y todos sus habitantes murieron de sed.
Los dioses estaban devastados, su deseo de crear una forma de vida que les diera razón de ser estaba fracasando. Así hubo tantos otros intentos fallidos cuyas historias no voy a contarte porque realmente no es necesario. Supongo que sabrás que me refiero a Júpiter, Urano, Neptuno y Saturno.
De todos esos errores nació la Tierra. Era un planeta perfecto, con el corazón del tamaño justo. Las nubes, que ya se sabían indispensables, fueron creadas como era debido. Y llovió por primera vez a una orden del Sol (irónico, ¿no lo crees?), llovió por lo que para nosotros serían miles de años, pero para los dioses eso no significa nada, y la Tierra entera se cubrió de agua. Entonces, el Creador llamó a la roca, y así surgió la tierra firme y crecieron nuestras montañas. Luego fueron naciendo, poco a poco, las primeras plantas, los primeros árboles, las primeras flores. A continuación, aparecieron los animales que se alimentarían de hierva, y luego los que se alimentarían de carne: las aves poblaron el cielo, los peces llenaron el agua, y hubo felinos corriendo por la tierra y reptiles ocultándose entre las rocas. Finalmente, cuando todo estuvo listo, el Creador dio vida a sus seres más preciados: los hombres. Ellos tendrían la razón necesaria para conocer su existencia y alabarlo. Lo que no supo entonces el dios fue que la razón que nos hacía superiores a los demás seres, y por la cual podíamos comprender el mundo, abriría en nuestras almas un vacío imposible de saciar, un vacío que sería la ruina de toda la creación. Pero eso no es importante para nuestra historia.
Cuando los hombres vieron el mundo, lo que más llamó su atención no fue la sensación de éxtasis que producía la presencia de la energía creadora del Eterno, sino el brillo del Sol. Y el Sol se convirtió en su objeto de culto. Este dios, que guardaba cierto rencor al Creador porque él sí era eterno, buscó otra fuente de poder: las almas de los humanos. El Creador no pudo soportarlo, él había dado a luz al mundo y ahora su obra maestra lo ignoraba y, para colmo de males, su compañero buscaba traicionarlo. Por eso, él se le adelantó.
El Eterno tomó polvo de estrellas y la mitad de Plutón, y de esa combinación nació el ser más hermoso que pudiera existir: la Luna. Ella era una diosa, era inmortal y bellísima, pero no era todopoderosa: estaba condenada a cambiar constantemente de forma, siendo muy fuerte por momentos y muy débil por otros. Luego, el Eterno inventó el tiempo: creó los días, que serían dominio del Sol, y las noches, en las que brillaría la Luna.
Había humillado al Sol recortando su poder, pero aún quedaba un problema: el de las almas humanas. Para ello, el Eterno le encargó a la Luna la tarea de cuidarlas hasta el fin de los tiempos. Ella jamás podría usarlas, porque su inestabilidad no se lo permitiría, pero no podía dejar que el Sol las tuviera tampoco porque entonces le daría muerte. La Luna buscó el lugar más seguro que se le pudo ocurrir para guardar su tesoro: eligió a la mujer más bella de todas, la que más se parecía a ella, y la convirtió en una vasija viviente. A continuación, la rodeó de un ejército de mujeres que debían protegerla con su vida y lanzó un hechizo para que el tesoro siempre estuviera atado a un alma de aquel círculo y sus descendientes. Así nacimos nosotras, querida.
Te preguntarás qué ocurrió con el Sol. Bueno, él no tuvo más opción que obedecer lo que el Eterno mandaba, porque, como dije anteriormente, hay poderes que sólo la eternidad puede darte. Sin embargo, se propuso recuperar las almas. Eligió de entre todos los hombres al que más se parecía a él y lo dotó de las habilidades necesarias para encontrar a la Guardiana de la Luna y quitarle su tesoro. Luego, lo rodeó de un ejército de hombres que debería ayudarlo y lanzó un hechizo para que la misión perdurara siempre en ese círculo y sus descendientes. Ese es el origen del Destructor, nuestro mayor enemigo.
Ahora quizás pienses que el Eterno podría haber hecho algo para detener esta guerra, pero es que el dios dio la espalda al mundo luego de crear a la Luna y asegurar el equilibrio del mundo. Finalmente comprendió que, sin importar cuántos seres creara, él siempre sería el único eterno. Él siempre estaría solo. Y volvió a sumergirse en su torbellino de nada, donde no existe vida, ni planetas, ni estrellas, ni luz.

jueves, 16 de agosto de 2012

Mejor sin mí

Y aunque quiera evitarlo, vuelvo a caer...

Me aferro a todo lo que puedo: trabajo, pequeñas esperanzas y satisfacciones tontas... pienso en esas cosas, desesperada, intentando no ver la realidad. Y entonces la encuentro, me golpea con todas sus fuerzas y me va congelando de a poco, desde adentro. Es como si algo creciera en las entrañas de mi alma, como un cáncer que va terminando con mis ganas de vivir (o con mis esperanzas de felicidad). Empiezo a ver que, en realidad, no tengo nada.
Casi nadie me quiere, apenas si tengo un amigo y medio. Una de las personas a las que más adoro se caga en mí y en lo que sea que me pase, ella ya tiene su amiga y no soy yo. Me gusta pensar que soy especial, que hago la diferencia, que soy necesaria... pero llega un momento en que sé que no es cierto, sé que no valgo nada.
Quizá todo estaría mejor, yo estaría mejor sin mí.