viernes, 5 de febrero de 2010

Ana Frank

Querida Kitty:
    Cuando me pongo a pensar en la vida que llevaba en 1942, todo me parece tan irreal. Esa vida de gloria la vivía una Ana Frank muy distinta de la Ana que aquí s ha vuelto tan juiciosa. Una vida de gloria, eso es lo que era. Un admirador en cada esquina, una veintena de amigas y conocidas, la favorita de la mayoría de los profesores, consentida por papá y mamá, muchas golosinas, dinero suficiente… ¿qué más se podía pedir? (…)
    ¿No me habré vuelto temeraria después de tanta admiración? Es una suerte que en medio de todo aquello, en el punto culminante de la fiesta, volviera de repente a la realidad, y ha tenido que pasar más de un año para que me diera cuenta de que ya nadie me demuestra su admiración.
    ¿Cómo me veían en el colegio? Como la que dirigía las bromas y los chistes, siempre haciendo la gallito y nunca de mal humor o lloriqueando. No era de sorprender que a todos les gustara acompañarme al colegio en bici o cubrirme de atenciones.
    Veo a esa Ana Frank como una niña graciosa, divertida, pero superficial, que no tiene nada que ver conmigo. ¿Qué es lo que ha dicho Peter de mí? “Siempre que te veía, estabas rodeada de dos o más chicos y un grupo de chicas. Siempre te reías y eras el centro de atención”. Tenía razón.
    ¿Qué es lo que ha quedado de aquella Ana Frank? Ya sé que he conservado mi sonrisa y mi manera de responder, y que aún no he olvidado cómo criticar a la gente, e incluso lo hago mejor que antes, y que sigo coqueteando y siendo divertida cuando quiero…
    Ahí está el quid de la cuestión: una noche, un par de días, una semana me gustaría volver a vivir así, aparentemente despreocupada y alegre. Pero al final de esa semana estaría muerta de cansancio y al primero que se lo ocurriera hablarme de algo interesante le estaría enormemente agradecida. No quiero admiradores, sino amigos, no quiero que se maravillen por mi sonrisa lisonjera, sino por mi manera de actuar y mi carácter. Sé muy bien que en ese caso el círculo de personas en torno a mí se reduciría bastante, pero ¿qué importaría si no me quedaran sino unas pocas personas? Pocas, pero sinceras.
    Pese a todo, en 1942 tampoco era enteramente feliz. A menudo me sentía abandonada, pero como estaba ocupada de la mañana a la noche, no me ponía a pensar y me divertía todo lo que podía, intentando, consciente o inconscientemente, ahuyentar con bromas el vacío.


    Ahora examino mi propia vida y me doy cuenta que al menos una fase a concluido irreversiblemente (…).


Tu Ana M. Frank

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