domingo, 8 de mayo de 2011

Aire

Llega como una tormenta, con esos signos inconfundibles que anuncian la catástrofe, visible sólo para aquellos que saben mirar (sólo para mí), despiadada, incontenible, inexorable. Se enrarece el aire y todo se vuelve más pesado, más denso. Entonces hace su aparición la forzosa calma, evidenciando que se gesta un huracán. 
El mundo parece encogerse, o quizá es mi ser el que lo hace. Me consumo en mí misma en una burda comedia mental. No es un mundo de dolor, las tormentas no traen dolor, sólo la desesperación ante lo inevitable, ahogada por el vano intento que hace la tranquilidad por prevalecer. Pero nadie permanece tranquilo cuando un ciclón aparece, no importan los años, nunca te acostumbras del todo. 
Es como si el cuerpo se comprimiera o como si los órganos se hinchasen, no dejando espacio para nada más. El aliento fuerza su entrada y salida, y se oye el silbido del indomable viento. El miedo sólo empeora la situación, algo difícil de entender. Sólo luego de un tiempo aprendes a controlarte, a no correr desesperadamente al ojo del huracán. 
Es una condición irremediable, un peso que debe cargarse eternamente. El viento erosiona la tierra, poco a poco, algún día ya no quedará nada, no puedo evitar pensarlo. Y es que los que nunca han dejado de respirar no saben lo valioso que es el aire. 

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